1 Samuel 16:7; Marcos 11:12-14, 19-22; Lucas 16:15
En las primeras tres horas en la cruz, con los clavos perforando Sus manos y Sus pies y el pus supurando por las abiertas inflamaciones en la espalda, las únicas palabras de Jesús revelaron preocupación por otros. Perdonó a un criminal que moría junto a Él, encargó a Su madre al cuidado de Juan, y miró a Sus asesinos con compasión: «Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen».
Sus palabras, sin embargo, revelaron diferentes corazones. «Veamos si este Cristo, el Rey de Israel, desciende de la cruz», se burlaron los principales sacerdotes y los escribas, «¡a fin de que veamos y podamos creer!» «Salvó a otros; no puede salvarse a sí mismo», cacarearon.
La oscuridad cubrió a Jerusalén durante las tres horas finales de la vida de Jesús. Los Evangelios no anotan absolutamente nada que se haya dicho durante ese tiempo; sino hasta el mismo fin. La oscuridad reflejaba la inimaginable agonía espiritual que Jesús atravesaba.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» En ese momento Jesús entró en la muerte espiritual; es decir, separación del Padre. Nunca en toda la eternidad Jesús había soportado esa incomprensible separación. Pero de buen grado la abrazó, sabiendo que la pena por los pecados de toda la humanidad recibía su expiación entonces y allí.
Allí mismo empezó el nuevo pacto, el universo fue redimido, y todo pecado que jamás se ha cometido quedó pagado.
«¡Consumado es!», gritó Jesús. Se levantó apoyándose en los clavos para exhalar un último suspiro. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Incluso en la nebulosidad de Su dolor y en la agonía de la muerte espiritual, Jesús confió Su destino a la voluntad del Padre.
El cuerpo de Jesús se desmadejó, quedó inmóvil y en silencio.
En ese instante, apenas a unos como trescientos metros al oriente, el templo experimentó cualquier cosa excepto silencio. Un rasgón ensordecedor llenó los atrios mientras el velo que separaba a la humanidad del Lugar Santísimo se rasgaba en dos de alto abajo. Como el cielo que se «abrió» en el bautismo de Jesús, así la ruptura del velo reveló la aceptación del Padre de la muerte de Jesús por nosotros. Siglos de sacrificios, holocaustos enviando hacia el cielo su aroma agradable, hallaron su cumplimiento máximo en el sacrificio sin defecto de Jesús.
Adaptado del libro, Sunday to Sunday (Domingo a Domingo). Copyright © 2010 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.