Jeremías 29:10-14.
¿Alguna vez has esperado tanto por algo que comenzaste a preguntarte si realmente sucedería?
Tal vez fue la sanidad que nunca llegó. El trabajo que no se materializó. La relación que no se restauró. Y en esos momentos de silencio, cuando Dios parece ausente, la esperanza se siente más como una cruel ilusión que como una promesa sólida.
Hoy encendemos la primera vela del Adviento: la vela de la esperanza.
Y quiero que entiendas algo: esta llama representa siglos —siglos— de espera. Generaciones enteras que vivieron y murieron aferradas a una promesa que nunca vieron cumplirse con sus propios ojos. Piensa en Abraham, mirando las estrellas, esperando un hijo. En Moisés, anhelando la tierra prometida desde la cima del monte. En David, soñando con un reino eterno.
Todos ellos portadores de una esperanza que parecía diferida… pero nunca extinguida.
Déjame llevarte a uno de los momentos más oscuros de la historia de Israel. El pueblo de Dios está en Babilonia. Exiliado. Derrotado. El templo, destruido. Jerusalén, en ruinas. Todo lo que conocían, perdido.
Y en medio de ese dolor insoportable, Dios le habla al profeta Jeremías. No le promete rescate inmediato. No le ofrece atajos. Escucha lo que dice:
«Pues yo sé los planes que tengo para ustedes —dice el SEÑOR—. Son planes para lo bueno y no para lo malo, para darles un futuro y una esperanza» (Jeremías 29:11, NTV).
Espera. ¿Leíste el versículo 10? Dios les dice que primero deben cumplirse setenta años de exilio. Setenta años. Una vida entera.
Dios no estaba prometiendo comodidad inmediata. Estaba declarando algo mucho más profundo. Él estaba diciendo: «El exilio mismo es parte del plan. Este desierto donde lloras será el lugar donde me buscarás con todo tu corazón. Esta Babilonia será tu aula, no tu tumba».
La esperanza bíblica no descansa en el cambio de nuestras circunstancias. Descansa en el carácter inquebrantable de un Dios que siempre, siempre, cumple lo que promete.
Y aquí está la gloria de esta vela: esa promesa antigua encontró su cumplimiento definitivo en una persona. En Jesucristo, la Luz del mundo, todas —escúchame bien— todas las promesas de Dios son «sí» y «amén» (2 Corintios 1:20).
Él es la respuesta a los siglos de espera. Él es el cumplimiento de cada profecía musitada en la oscuridad. Él es la razón por la cual, incluso en tu propia Babilonia personal, puedes seguir esperando.
Mientras esta vela arde ante nosotros, honramos a todos los portadores de esperanza que vinieron antes: los profetas que prefirieron la fidelidad al silencio, los creyentes que murieron sin ver, pero creyendo de todos modos. Y nos unimos a ellos proclamando que las promesas de Dios siguen siendo «sí y amén» en Cristo Jesús.
Esta es la verdad que quiero que grabes en tu corazón esta semana:
La esperanza cristiana no es optimismo ciego sobre lo que podría pasar. Es confianza absoluta en lo que Dios ya ha prometido. Y si Él lo prometió, amiga(o) mío… es tan seguro como si ya hubiera sucedido. Así que enciende la luz de tu esperanza.
Reflexión: Tu exilio no es tu destino final; es tu aula de formación hacia la promesa.

