Juan 20:1-18; Romanos 1:4; 5:8; 1 Corintios 15:55; 1 Pedro 1:23
Fue el amanecer que lo cambió todo.
Aunque ese domingo el sol salió sobre el horizonte al noreste de Jerusalén como toda otra mañana antes y después, ese amanecer marcó un nuevo día en la historia. Y mientras ese cementerio pudiera haber parecido como cualquier otro cementerio judío de su día, fue terreno asombroso, santo, de resurrección.
El plan que Dios Padre había puesto en su lugar desde antes de la fundación del mundo, el plan de rescatar a la humanidad de su espiral descendente, estaba plenamente en marcha. En caída libre desde ese día en el huerto cuando Adán y Eva escogieron el pecado en vez de vivir con Dios, hemos andado a tropezones en la oscuridad, distanciados de Dios. Pero el plan de Dios era traernos de regreso; y el Domingo de Resurrección marca el suceso que lo hizo posible.
La señal de que todo había cambiado fue cuando Jesucristo, el Mesías, volvió a respirar el aire de la tierra. El prometido Salvador del mundo estuvo al otro lado de la tumba. Su sufrimiento y la muerte en la cruz absorbió la ira santa de Dios, que había sido derramada por completo sobre Jesús, y la deuda justa que el pecado había producido quedó satisfecha. Jesús era el único que podía haberla pagado, y en ese domingo por la mañana Su victoria sobre la muerte demostró que Su sacrificio había sido aceptado. El pecado ya no tenía secuestrada a la humanidad. La muerte ya no tenía la última palabra. Jesús estaba vivo.
Sin duda esa mañana la celebración de todos los tiempos estalló en el cielo mientras los ángeles se entusiasmaban en aleluyas asombrosos. El infierno se quedó boquiabierto horrorizado. Irónicamente los únicos lentos para entender lo que había sucedido fueron los receptores primarios de ese don, el mayor acto de amor que el mundo jamás ha conocido.
Todavía estamos recuperando nuestro aliento.
Adaptado del libro, Sunday to Sunday (Domingo a Domingo). Copyright © 2010 por Charles R. Swindoll, Inc. Reservados mundialmente todos los derechos.