Mateo 1:23; Juan 1:29; Lucas 2:35

Cuando José y María comenzaron su viaje con dirección sur hasta Belén, probablemente pensaron que tendrían tiempo suficiente para hacer el viaje, registrarse en el censo y luego regresar a Nazaret antes que el bebé naciese. El clima era favorable y aunque un burro cargaba sus provisiones, la jornada fue más larga de lo que esperaban. María estaba por dar a luz.

Para cuando ellos llegaron a Belén, María estaba agotada. Para empeorar las cosas, el pequeño pueblo estaba lleno de viajeros cansados. José intentó encontrar un lugar para hospedarse, sin ningún resultado. Una familia amable les permitió quedarse en un establo. No era un refugio agradable pero les permitía protegerse de los elementos climáticos. Sin duda, una fogata pequeña calentó el aire en esa fría noche.

Una vez instalados, María descansaba mientras José intentaba registrarse en un censo que de por sí ya era corrupto. Antes de lo esperado, un fuerte dolor invadió el abdomen de María. Quería avisarle a José pero sabía que él no regresaría hasta la tarde. Ella había visto anteriormente otras mujeres dando a luz así que intentó calmarse y preparar su pequeño refugio para la llegada de su bebé. Una túnica sería Su pañal; una pequeña cama hecha de paja fresca en el abrevadero se convertiría en la cuna del recién nacido.

Al caer la noche, los dolores de parto se intensificaron y fueron más frecuentes. José regresó de la ciudad para descubrir que María estaba a punto de dar a luz. No existen dolores más fuertes que los dolores del parto. Ninguno tan intenso y a la vez tan esperado.

Tal vez era bien entrada la noche, cuando José puso la pequeña esperanza de Israel en los brazos de María. Durante los nueve meses antes de Su nacimiento, María hablaba con su bebé, le cantaba, sentía como Su cuerpo se movía y esperaba con anhelo el día cuando finalmente lo tendría en sus brazos. Ahora le miraba a Sus ojos; Emanuel, “Dios con nosotros”.

Es difícil saber si en esas primeras horas, Dios le dio a María una breve premonición de los años por venir, cuando alguien señalaría a su Hijo y diría: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” o aquel momento cuando la promesa se cumpliría y una espada penetraría Su alma. Ya sea que lo haya anticipado o no, esos días llegarían. El pequeño cordero de María estaba destinado para el sacrificio. Pero esa noche ella sostenía a su bebé cerca, le besó sus mejillas y sollozaba calladamente pensando en cuán ¡maravilloso es su Hijo!