Lea Ester 2:12-14.
Ester demostró modestia y autenticidad sin egoísmo. Piénselo: no tenía trabajo, ni responsabilidades, no tenía que cocinar, ni limpiar, ni lavar, ni planchar, ni ir de compras, ni que vigilar un presupuesto, ni ninguna cortapisa en nada. ¡Imagínese! Mimada y protegida, en este harén egocéntrico de Persia, todo el énfasis estaba en que ella fuera una mujer cada vez más bella físicamente. Joyas, ropas, perfumes, cosméticos, lo que sea que se le antojara, desde peinados hasta hacerse la uñas, estaban a su mandar. Lo único que estaba en la mente de todas era ganar esa competencia: agradar al rey y ganarse su favor.
Recuerde, que a esas alturas Ester tendría unos veinte años, o tal vez incluso menos. Esta era una oportunidad única en la vida para obtener lo que fuera que quisiera. Más bien, Ester permaneció fiel a lo que Mardoqueo le había enseñado y aceptó su consejo, convencida de que él sabía lo que era mejor para ella. Ester no sucumbe a la tentación que le rodea: la superficialidad, el egoísmo, la seducción, el egocentrismo. Ella demuestra una modestia sin egoísmo, autenticidad, en medio de extravagancia sin paralelo.
Por irónico que pudiera sonar, pienso que la mayoría de mujeres creyentes no usan cosméticos para parecer falsas, o dar la impresión de ser algo diferente de lo que son. Las mujeres que admiramos usan cosméticos para mejorar sutilmente la belleza natural que ya está allí. Estoy seguro de que eso fue cierto en Ester.
A decir verdad, estoy convencido de que Ester se presentó ante el rey sin temor porque ella no tenía una ambición frenética para ser la reina. Su vida no giraba alrededor de su apariencia física ni en contentar al rey. Estaba allí por una razón: porque sabía que la mano de Dios estaba en su vida, y mediante las circunstancias y la sabiduría de Mardoqueo, había llegado a ese lugar por una razón. Para usar una de mis expresiones favoritas, ella las tenía todas consigo. Sabía de dónde venía. Sabía quién era. Sabía lo que creía. Y sabía que la mano de Dios estaba en su vida. Si Dios se complacía en que ella estuviera allí, y si todo era parte de su plan, entonces ella lo aceptaría de buen grado. Si no, ella igualmente de buen grado lo dejaría todo. Fue modesta en cuanto a su propia persona, y fue auténtica.
¿Puede usted decir lo mismo respecto a usted mismo? Después de todo, la mano de Dios también está sobre su vida.